A mediados de los sesenta, la música popular norteamericana dio ungiro copernicano cuando la fábrica de hits de Nueva York se viodesplazada por los himnos aterciopelados y edénicos que empezaron abrotar de Los Angeles de la mano del genial productor Phil Spector ygrupos como los Beach Boys, los Byrds o The Mamas and the Papas. Apartir de ese momento, una serie de artistas, que empezaron areivindicarse como cantautores de sus propios temas, encontraron enlas colinas californianas de Laurel Canyon y en sus alrededores unparaíso virginal en plena naturaleza pero a un paso del fragor de lagran ciudad donde establecerse, echar raíces y dar rienda suelta a sus canciones de corte intimista y reivindicativo. Locales como elTroubadour, en La Cienega Boulevard, empezaron a ser frecuentados porla nueva horda de músicos, que aspiraban a tocar sus canciones endirecto frente a la exigente audiencia, formada en buena parte por los propios músicos y aspirantes a estrellas. Se iría así fraguando unade las eras doradas del rock norteamericano, que empresarios de lamúsica como un joven y aguerrido David Geffen y su socio Ellio