Al principio de Los errantes, la narradora esboza un autorretrato que es también una poética: «A todas luces yo carecía de ese gen que hace que en cuanto se detiene uno en un lugar por un tiempo más o menos largo, enseguida eche raíces. (…) Mi energía es generada por el movimiento: el vaivén de los autobuses, el traqueteo de los trenes, el rugido de los motores de avión, el balanceo de los ferrys.» Inquieta como ella, esta novela no se detiene ni un momento: en bus, avión, tren y ferry, la acompaña a saltos de país en país, de tiempo en tiempo, de historia en historia. Un libro no pocas veces inquietante, como buena parte de los relatos que contiene. Una novela móvil y perturbadora, única, ligera y honda a la vez, que indaga en las posibilidades del formato como los exploradores más audaces. , se revela también como una novela esencialmente física: en ella se habla del cuerpo, sí, pero también del mundo, y de las estrategias siempre insuficientes (la ciencia, los mapas) con las que intentamos cartografiar lo existente, apresar lo inasible. Como las galerías de curiosidades que su autora gusta de v