A finales de los años setenta, un piloto ruso que sobrevolaba un tramo montañoso y remoto de la taiga siberiana, descubrió, en medio de unaescarpada zona boscosa, un pequeño rectángulo de terreno, con unacabaña. En aquella olvidada parte del mundo, la existencia de núcleoshumanos era estadísticamente imposible. Poco después, un grupo decientíficos se lanzaron en paracaídas sobre la zona y, atónitos,descubrieron que en la primitiva cabaña campesina de madera habitabauna familia, los Lykov, pertenecientes a la secta de los ViejosCreyentes, cuya vestimenta, concepción de la vida y lenguaje, sehabían congelado en el siglo XVII, en tiempos del zar Pedro el Grande. Para cuando Vasily Peskov, periodista del Pravda, conoció estahistoria, no habían contactado con nadie en casi cincuenta años,rezaban diez horas al día, no habían probado la sal y no podíansiquiera concebir que el hombre hubiera pisado la luna. El únicomiembro que quedaba tras la muerte de sus padres y de sus hermanosdebido al hambre y a las enfermedades era Agafia: la hija más joven de la familia.
«Los viejos creyentes» es una poéticacelebraci