Desde los trece años, he soñado con conocer a Dolly Parton y con existir, aunque solo sea un minuto, dentro de esa nube de luminosidad deslumbrante.
En los recónditos villorrios de los Apalaches todo va muy despacio, las montañas parecen detener el tiempo. No se recaudan suficientes impuestos y a nadie le importa un carajo que haya un oso muerto pudriéndose en el aparcamiento del supermercado. Las chimeneas de las fábricas resplandecen por la noche, derramando sus vertidos nocivos al final de antiguos caminos madereros. Detrás de cada cima se oculta algún arroyo asfixiado o envenenado, y el paisaje luce horrendas cicatrices geológicas. Heridas dejadas por la minería a cielo abierto que también ostentan los cuerpos castigados de sus habitantes. Los turistas no lo ven, pero los guardabosques saben muy bien lo que esconde la espesura: asesinatos, perros famélicos y niños despeñados, más tristeza de la que nadie pueda llegar a concebir. Como dice Wendell Berry: No es posible salvar la tierra al margen de la gente, ni a la gente al margen de la tierra . Y este libro está lleno de gente y lugares que necesitan ser salvados con urgencia. El parque de atracciones de Dollywood, a fin de cuentas, no es más que un bonito espejismo que abre a las diez y cierra a las ocho.